Las preguntas sobre cómo se siente uno miran
hacia el interior del alma. En cada actividad despertamos sentimientos
de satisfacción o de aburrimiento.
Empiezo una nueva actividad: un trabajo, un paseo, un deporte, un libro, una música.
Pronto
surgen las preguntas: ¿me gusta? ¿Me siento bien? ¿Estoy satisfecho?
Otras veces son otros los que nos lanzan la pregunta: ¿cómo te va?
¿Estás a gusto?
Detrás de este tipo de interrogantes hay un
deseo de valorar lo que llevamos entre manos. En cierto sentido,
parecería que lo que hacemos sería “mejor” si suscita buenos
sentimientos, mientras sería “peor” si desencadena sentimientos
negativos.
Las preguntas sobre cómo se siente uno miran hacia el
interior del alma. En cada actividad despertamos sentimientos de
satisfacción o de aburrimiento, de entusiasmo o de desgana, de
esperanza o de miedo.
Si vamos más en profundidad, descubrimos
cómo esos sentimientos surgen desde expectativas, desde sueños,
desde deseos íntimos. Surgen también desde el mismo funcionamiento de
nuestro cuerpo: algunas actividades físicas o simplemente las
consecuencias de una mala digestión suscitan emociones más o menos
concretas de desgana, de cansancio, de pereza, de enojo.
Sin
embargo, ¿son los sentimientos el parámetro adecuado para valorar la
bondad o la maldad de lo que hacemos? ¿No deberíamos ir más a fondo y
buscar puntos de referencia de mayor peso?
Ciertamente, los
sentimientos tienen su papel en la propia vida, aunque no son lo único
importante. Limitar nuestra atención a lo que sentimos no es correcto.
Cada ser humano puede acometer actividades incluso desagradables y
molestas por ideales nobles. Las pondrá en práctica si piensa con una
inteligencia que descubre principios verdaderos y si actúa con una
voluntad que ama por encima de lo que susurren (o griten) nuestros
sentimientos.
Ayudar, limpiar, dar de comer, escuchar un día sí
y otro también a un anciano cuesta, incluso en algunos provoca
sentimientos de desgana o de aburrimiento. Pero quien ha optado por un
servicio difícil, incluso contrario a las reacciones emotivas, tiene
puesta su mirada no en lo que le cuesta, sino en la ayuda que el otro
está recibiendo.
En vez de preguntar cómo se siente uno,
deberíamos preguntar si uno está realizando algo que vale la pena. Ese
es el tema decisivo a la hora de escoger actividades y proyectos buenos
y de perseverar en los mismos. Si así lo hacemos, construimos un mundo
menos egoísta y más abierto a la belleza y al bien, a la justicia y al
amor, a los hombres y a Dios.
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