F 1/4/11 - 1/5/11 ~ Ministerio de Música Romanos 8.35

La luz del Santo nos cubrió y nos saco de las tinieblas.

viernes, 15 de abril de 2011

Cada uno de nosotros es un grano de trigo


 Los que quieren echarse a perder, se guardan para sí mismos en el egoísmo; y los que se entregan, acaban por dar fruto.



Podremos hacer muchas cosas o tener grandes posesiones, pero nunca debemos perder de vista que lo importante es el bien que hacemos a los demás. Ésa tiene que acabar siendo nuestra más importante y auténtica riqueza. 

Dios ama al que da con alegría, y en el Evangelio escuchábamos una parábola de nuestro Señor sobre este darse. Darse significa que, como el grano de trigo, uno tiene que caer en la tierra y pudrirse para dar fruto. Es imposible darse con comodidad, es imposible darse sin que nos cueste nada. Al contrario, el entregarse verdaderamente a los demás y el ayudar a los demás siempre nos va a costar.

Vivimos en un mundo de muchas comodidades, y no sé si nosotros seríamos capaces de resistir el sufrimiento, cuando cosas tan pequeñas, tan insignificantes, a veces nos resultan tan dolorosas. La fe nos pide ser testigos de Cristo en la vida diaria, en la caridad diaria, en el esfuerzo diario, en la comprensión diaria, en la lucha diaria por ayudar a los demás, por hacer que los demás se sientan más a gusto, más tranquilos, más felices. Ahí es donde está, para todos nosotros, el modo de ser testigos de Cristo.

Tenemos que entregarnos auténticamente, entregarnos con más fidelidad, entregarnos con un corazón muy disponible a los demás. Cada uno tiene que saber cuál es el modo concreto de entregarse a los demás. ¿Cómo puedo yo entregarme a los demás? ¿Qué significa darme los demás? 

Ciertamente, para todos nosotros, lo que va a significar es renunciar a nuestro egoísmo, renunciar a nuestras flojeras, renunciar a todas esas situaciones en las que podemos estar buscándonos a nosotros mismos.

Jesucristo nos dice en el Evangelio que todo aquél que se busca a sí mismo, acabará perdiéndose, porque acaba quedándose nada más con el propio egoísmo. La riqueza de la Iglesia es su capacidad de entrega, su capacidad de amor, su capacidad de vivir en caridad. Una Iglesia que viviese nada más para sí misma, para sus intereses, para sus conveniencias sería una Iglesia que estaría viviendo en el egoísmo y que no estaría dando un testimonio de fe. Y un cristiano que nada más viva para sí mismo, para lo que a uno le interesa, para lo que uno busca, sería un cristiano que no está dando fruto. 

Dios da la semilla, a nosotros nos toca sembrar. Dios nos ha dado nuestras cualidades, a nosotros nos toca desarrollarlas; Dios nos ha dado el corazón, el interés, la inteligencia, la voluntad, la libertad, la capacidad de amar; pero el amar o el no amar, el entregarnos o no entregarnos, el ser egoístas o ser generosos depende sola y únicamente de nosotros.

Es en la generosidad donde el hombre es feliz, y es en el egoísmo en donde el hombre es auténticamente desgraciado. Aunque a veces la generosidad nos cueste y nos sea difícil; aunque a veces el ser generosos signifique el sacrificarnos, es ahí donde vamos a ser felices, porque sólo da una espiga el grano de trigo que cae en la tierra y se pudre, se sacrifica, mientras que el grano de trigo que se guarda en un arcón acaba estropeándose, se lo acaban comiendo los animales o echándose a perder. 

Cada uno de nosotros es un grano de trigo. Reflexionemos y preguntémonos: ¿Quiero echarme a perder o dar frutos? Y recordemos que sólo hay dos tipos de personas en esta vida: los que quieren echarse a perder y se guardan para sí mismos en el egoísmo; o los que entregándose, acaban por dar fruto.

Cristo es redentor porque es Hijo de Dios


Cristo es, por encima de todo, el Hijo de Dios, enviado al mundo para salvarnos. 


La liturgia de estos días nos va hablando de cómo Jesús se va encontrando cada vez más ante un juicio. Un juicio que Él hace sobre el mundo y, al mismo tiempo, un juicio que el mundo hace sobre Él. El juicio que el mundo hace sobre Él se define en la fe, y por eso dirá: “Si no creen que Yo soy”. Ese juicio, que se define en la fe, es el juicio del hombre que tiene que acabar por aceptar la presencia de Dios tal y como Él la quiere poner en su vida, porque mientras el hombre no acepte esto, Jesucristo no podrá verdaderamente salvarlo.

Cristo es acusado, y por eso dirá: “Cuando hayan levantado al Hijo del Hombre conocerán lo que Yo soy”. Pero, al mismo tiempo es juez, y es Él mismo el que realiza el veredicto definitivo sobre nuestro pecado. 

El juicio que nosotros hacemos sobre Cristo se resume en la cruz. Dios envía a su Hijo, y el mundo lo crucifica; Dios realiza la obra de la redención a través del juicio que el mundo hace de su Hijo, es decir de la cruz. 

Esto es para nosotros un motivo de seria reflexión. El darnos cuenta de que nuestro juicio sobre Cristo es un juicio condenatorio, porque lo llevan a la cruz. 

Nuestros pecados, nuestras debilidades, nuestras miserias, reconocidas o no, son las que juzgan a Cristo. Y lo juzgan haciéndolo que tenga que ser levantado y muerto por nosotros. Ésa es nuestra palabra sobre Cristo; pero, al mismo tiempo, tenemos que ver cuál es la palabra de Cristo sobre nosotros. Jesús dirá: “Cuando hayan levantado al Hijo del Hombre, entonces conocerán que Yo soy”. Ese “Yo soy”, no es simplemente un pronombre y un verbo, “Yo soy” es el nombre de Dios. Cuando Cristo está diciendo “Yo soy”, está diciendo Yo soy Dios.

La cruz es la que nos revela, en ese misterio tan profundo, la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, porque la cruz es el camino que Dios elige, que Dios busca, que Dios escoge para hacer que nuestro juicio sobre Él de ser condena, se transforme en redención. Ésa es la moneda con la que Dios regresa el comportamiento del hombre con su Hijo.

Hay situaciones en las que, por nuestros pecados y por nuestras debilidades, vivimos en la obscuridad y en la amargura. Parecería que la expulsión de la comunión con Dios, que produce todo pecado, sería la auténtica respuesta de Dios al hombre, y, sin embargo, no es así. La auténtica respuesta de Dios al hombre es la redención. Mientras que el hombre responde a Dios juzgando, condenando y crucificando a su Hijo, Dios responde al hombre con un juicio diferente: la redención, el perdón. Pero para eso nosotros necesitamos ponernos en manos de Dios nuestro Señor. 

Cristo constantemente nos está diciendo que Él es redentor porque es Hijo de Dios. Es decir, Él es el redentor porque es igual al Padre. “Yo soy”, no me ha dejado solo, yo hago siempre lo que a Él le agrada. Ése es Cristo. Por eso es nuestro redentor. Cristo no es solamente alguien que se solidariza con nosotros, con nuestros pecados, con nuestras debilidades; Cristo es, por encima de todo, el Hijo de Dios, enviado al mundo para salvarnos. 

Tenemos urgencia de descubrir esto para hacer de Cristo el primero. Único y fundamental punto de referencia; criterio, centro y modelo de toda nuestra vida cristiana, apostólica, espiritual y familiar, para que verdaderamente Él pueda redimir nuestra vida personal, para que Él pueda redimir la vida conyugal de los esposos cristianos, para que Él pueda redimir la vida familiar, para que Él pueda redimir la vida social de los seglares cristianos, porque si Cristo no se convierte en punto de referencia, no podrá redimirnos. 

Se acerca la Semana Santa, que son momentos en los que podríamos quedarnos simplemente en una contemplación sentimental de los misterios de la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor, cuando lo que está sucediendo en la Semana Santa es que Cristo se convierte en el juez y Señor de la historia, en el único que puede vencer a lo que destruye a la historia, que es la muerte. Cristo, vencedor de la muerte, se convierte así en el Señor de toda la historia y de toda la humanidad; en juez de toda la historia de la humanidad, y lo hace a través de la cruz, por lo que se transforma de condena en redención.

Seamos capaces de ir cristianizando cada vez más nuestros criterios, de ir cristianizando cada vez más nuestros comportamientos y de ir haciendo de nuestro Señor el punto de referencia de nuestra existencia. Que nuestra fe, nuestra adhesión, nuestro ponernos totalmente del lado de Cristo se conviertan en la garantía de que nosotros no muramos en nuestros pecados, sino que hagamos de la condena que sobre ellos tendría que cernirse, redención; y del castigo que sobre ellos tendría que caer en justicia, hagamos misericordia en nuestros corazones.

miércoles, 6 de abril de 2011

Dios pide el sacrificio de nuestro corazón


 ¿De qué nos sirve sacrificar nuestras cosas si no nos sacrificamos nosotros? 


“El que en Ti confía no queda defraudado”.

Esta oración del Antiguo Testamento podría resumir la actitud de quien comprende dónde está la esencia fundamental del hombre, dónde está lo que verdaderamente el hombre tiene que llevar a su Creador: un corazón contrito y humillado, como auténtico y único sacrificio, como verdadero sacrificio. ¿De qué nos sirve sacrificar nuestras cosas si no nos sacrificamos nosotros? ¿De qué nos sirve ofrecer nuestras cosas si no nos ofrecemos nosotros? El mensaje de la Escritura es, en este sentido, sumamente claro: es fundamental, básico e ineludible que nosotros nos atrevamos a poner nuestro corazón en Dios nuestro Señor. 

“Ahora te seguiremos de todo corazón”. Quizá estas palabras podrían ser también una expresión de lo que hay en nuestro corazón en estos momentos: Padre, quiero seguirte de todo corazón. Son tantas las veces en las que no te he seguido, son tantas las veces en las que no te he escuchado, son tantos los momentos en los que he preferido ser menos generoso; pero ahora, te quiero seguir de todo corazón, ahora quiero respetarte y quiero encontrarte. 

Ésta es la gran inquietud que debe brotar en el alma de todos y cada uno de nosotros: Te respetamos y queremos encontrarte. Si éste fuese nuestro corazón hoy, podríamos tener la certeza de que estamos volviéndonos al Señor, de que estamos regresando al Señor y de que lo estamos haciendo con autenticidad, sin posibilidad de ser defraudados. 

¿Es así nuestro corazón el día de hoy? ¿Hay verdaderamente en nuestro corazón el anhelo, el deseo de volvernos a Dios? Si lo hubiese, ¡cuántas gracias tendríamos que dar al Señor!, porque Él permite que nuestra vida se encuentre con Él, porque Él permite que nuestra vida regrese a Él. Y si no lo hubiese, si encontrásemos nuestro corazón frío, temeroso, débil, ¿qué es lo que podríamos hacer? La oración continúa y dice: “Trátanos según tu clemencia y tu abundante misericordia”. 

También el Señor es consciente de que a veces en el corazón del hombre puede haber un quebranto, una duda, un interrogante. Y es consciente de que, en el corazón humano, tiene que haber un espacio para la misericordia y la clemencia de Dios. Dejemos entrar esta clemencia y esta misericordia en nuestra alma; hagamos de esta Cuaresma el cambio, la transformación, los días de nuestra decisión por Cristo. No permitamos que nuestra vida siga corriendo engañada en sí misma. 

Sin embargo, Dios está pidiendo el sacrificio de nuestro corazón: “Un sacrificio de carneros y toros, un millar de corderos cebados”. El reto de responder a ese Dios que nos llama por nuestro nombre, el reto de respoder a ese Dios que nos invita a seguirlo en nuestro corazón, en nuestra vida, en nuestra vocación cristiana puede ser, a veces, un reto muy pesado; sin embargo, ahí está Dios nuestro Señor dispuesto a prestarnos el suplemento de fuerza, el suplemento de generosidad, el suplemento de entrega y el suplemento de fidelidad que quizá a nosotros nos pudiese faltar en nuestro corazón. 

Si nos sentimos flaquear, si no somos capaces, Señor, de encontrarnos contigo, de estar a tu lado, de resistir tu paso, de ir al ritmo que Tú nos estás pidiendo, hagamos la oración tan hermosa de la primera lectura: “Trátanos según tu clemencia y tu abundante misericordia”. Si tengo miedo de soltar mi corazón, si tengo miedo de pagar alguna deuda que hay en mi alma... “Trátame según tu clemencia y tu abundante misericordia”. Si todavía en mi interior no hay esa firme decisión de seguirte , tal y cómo Tú me lo pides, con el rostro concreto por el cual Tú me quieres llamar... “Trátame según tu clemencia y tu abundante misericordia”.

Que ésta sea la actitud de nuestra alma, que éste sea el auténtico sacrificio que ofrecemos a Dios nuestro Señor. A Él no le interesan nuestras cosas, le interesamos nosotros; no busca nuestras cosas, nos busca a nosotros. Somos, cada uno de nosotros, el objeto particular de la predilección de Dios nuestro Señor.

Que en esta Cuaresma seamos capaces de abrir nuestro corazón, como auténtico sacrificio, en la presencia de Dios. O, que por lo menos, se fortalezca en nuestro interior la firme decisión de dar al Señor lo que quizá hasta ahora hemos reservado para nosotros. Quitar ese miedo, esa inquietud, esa falta total de disponibilidad que, a lo mejor, hasta estos momentos teníamos exclusivamente en nuestras manos.

Que la Eucaristía se convierta para nosotros en una poderosa intercesión ante Dios Padre por medio de su Hijo Jesucristo, para que en este tiempo de Cuaresma logremos renovarnos y transformarnos verdaderamente. Que nos permita abrir nuestra mente a nuestro Señor, con un corazón dispuesto a lanzarse en esa obra hermosísima de la santificación que Dios nos pide a cada uno de nosotros.

Vivir junto a Dios es vivir en zozobra.


 Vivir junto a Dios es vivir en zozobra, es vivir en interrogantes: ¿Qué quieres de mi, Señor?. 

“Ahora sé que no hay más Dios que el de Israel”. Esta frase con la que el general asirio confiesa su fe después de haber sido curado, es la frase con la que todos nosotros podríamos también resumir nuestra existencia. Ésta tendría que ser la experiencia a la que todos llegásemos en el camino de nuestra vida. Un Dios que a veces llega a nuestra vida de formas y por caminos desconcertantes, un Dios que a veces llega a nuestra vida a través de situaciones que, según nuestros criterios humanos, no serían los normales, no serían los lógicos, no serían los racionales; un Dios que aparece en nuestra vida para santificarnos y para llenarnos de su luz y de su verdad, aunque nosotros no entendamos cómo. Porque esto es lo que hace Dios nuestro Señor con todas las vidas humanas: las lleva por sus caminos, aunque ellas no sepan cómo.

Los caminos de Dios no son nuestros caminos. A veces no son ni siquiera los caminos de las personas que han sido elegidas. A veces para las mismas personas elegidas, los caminos de Dios son sumamente obscuros, son sumamente extraños, no son siempre comprensibles. Esto es muy importante para nosotros, porque a veces podríamos pensar que las personas que han sido elegidas por Dios para hacer una grandísima obra en su vida, tienen realizados y escritos todos los puntos y comas de los planes de Dios; y no es así. También las personas elegidas por Dios para realizar una gran obra en su Iglesia tienen que ir, constantemente, aprendiendo a leer lo que Dios nuestro Señor les va diciendo.

En la primera lectura se nos habla de este general asirio que quiere ser curado, y para él, el ser curado tiene que ser una especie de gran majestad, de gran poderío, y por eso se va con el rey. Cuando se da cuenta de que el camino de Dios es distinto, no lo hace por su propio juicio, sino que es uno de sus esclavos quien le va a decir: “Padre mío, si el profeta te hubiera mandado una cosa muy difícil, ciertamente la habrías hecho. ¡Cuánto más, si sólo te dijo que te bañaras y quedarías sano!”.

La pregunta fundamental es si nosotros estamos aprendiendo a leer los caminos de Dios sobre nuestra vida. Si nosotros estamos aprendiendo a entender esas páginas que a veces son borrosas, a veces son extrañas. Si nosotros estamos aprendiendo a conocer a Dios nuestro Señor o siempre queremos que todos los planes estén escritos, que todos los planes estén hechos. 

Vivir junto a Dios es vivir en zozobra, es vivir en interrogantes. Vivir junto a Dios es vivir en continua pregunta. La pregunta es: ¿Qué quieres Señor? Si así es nuestro Señor, ¿por qué entonces, tiene que extrañarnos que la vida de aquellos sobre los que Dios tiene unos planes tan concretos, tan claros, sea difícil? Si para ellos es costoso leer, ¿no lo va a ser para nosotros? ¿Podemos nosotros pensar que no nos va a costar leer los planes de Dios, que no nos va a costar ir entendiendo exactamente qué es lo que Dios me quiere decir? Constantemente, para todos nosotros, la vida se abre como una especie de obscuridad en la que tenemos que ir realizando y caminando.

“No hay más Dios que el de Israel”. ¿Sabemos nosotros que Él es el único Dios y que por lo tanto, Él es el único que nos va llevando a lo largo de nuestra existencia por sus caminos, que no son los nuestros? Estos caminos a veces coinciden, a veces pueden llegarse a entender, pero no siempre es así. Cada uno de nosotros, en su vocación cristiana, tiene un camino distinto. Si pensamos cómo hemos llegado cada uno de nosotros al conocimiento de Cristo, nos daremos cuenta que cada uno tuvo una historia totalmente diferente; cada uno tuvo una historia muy particular. Y aun después de nuestro encuentro con Cristo, incluso después de que hemos llegado a conocerlo, la historia sigue una aventura. Y si nuestra historia no es una aventura, quiere decir que hemos hecho lo que estaba a punto de hacer el general asirio: marcharse. Marcharnos porque no entendimos los planes de Dios y preferimos manejarnos a nuestro antojo, manejarnos según nuestra comodidad. Nos marchamos pensando que a este Señor no hay quien lo entienda y perdemos la oportunidad de experimentar y saber que el único Dios, es el Dios de Israel.

Jesús, en el Evangelio, viene a recalcarnos precisamente que es Dios quien elige, quien se fija, quien llama y que es Él quien sabe porqué permite los caminos por los cuales nuestra vida se va desarrollando. Es Dios quien lo hace, no nosotros.

El ejemplo de las muchas viudas que había en Israel y Dios se fijó en una y el ejemplo de los muchos leprosos que había en Israel y Dios escogió precisamente a uno que ni era de Israel, nos deja muy claro que es Cristo el que manda. Nosotros tenemos que atrevernos a ponernos ante Dios con una sola condición: la condición de estar totalmente abiertos a su voluntad. De nada nos serviría conocer grandes hombres, de nada nos serviría conocer grandes personajes si no aprendemos la lección fundamental que estos grandes hombres vienen a dejarnos: la lección de estar siempre dispuestos a leer la letra de Dios, de estar siempre dispuestos a entender el camino por el cual Dios nos va llevando. Recordemos que Él sabe cuál es.

Los que vivían en el mismo pueblo de Jesús rechazan el modo de ser de Cristo y lo que hacen es alejarse de su vida. Solamente se puede tener a Cristo cerca cuando se tiene el alma abierta. Cada vez que nuestra alma se cierra a la generosidad, a la entrega, a la fidelidad, a la disponibilidad, en ese mismo momento, nuestra alma está alejando a Cristo de nosotros.

¡Qué serio es que pudiéramos ser nosotros los responsables de que Cristo no estuviese verdaderamente en nuestra vida! ¡Qué serio es que pudiéramos ser nosotros los causantes de que nuestra vida estuviese vacía de Cristo! Hay que ser muy exigentes con uno mismo. Hay que tener una gran disciplina interior, que a veces nos puede faltar. La disciplina que nos hace, en todo momento, seguir el camino concreto con el cual Dios nuestro Señor va marcando nuestra vida.

¿Estamos dispuestos a entenderlo? Solamente vamos a estar dispuestos a entenderlo si hay en nuestra vida la característica que hay en todos los hombres que quieren verdaderamente encontrarse con Dios: estar sediento de Dios, que da la vida. Estar sedientos de Él es el único modo que va a haber para que nuestra alma encuentre siempre, y en todo momento -a través de las circunstancias, de las personas, de los ambientes, de las dudas, de las caídas, de nuestras debilidades- a Dios; si realmente somos, tal y como lo dice el salmo: “Como un venado que busca el agua de los ríos, así cansada, mi alma te busca a ti, Dios mío”.

El alma que tiene sed de Dios pasará por lo que sea: estará en obscuridades, tendrá dificultades, caídas, miserias, pero encontrará a Dios y Dios no se apartará de él. Podrá encontrarse con el Señor, no importa por qué caminos, pues esos son los caminos del Señor y Él sabe por dónde nos lleva. Lo único que importa es tener sed de Dios. Una sed que es lo que nos autentifica como personas de cara a nuestros hermanos los hombres, de cara a nuestra familia, de cara a nuestro ambiente, de cara a nosotros mismos. 

No es cuestión de entender las cosas. No es cuestión de saber que mi vida tiene que estar realizada, manejada y ordenada de determinada manera, sino que es cuestión de tener sed de Dios. El alma que tiene sed de Dios va a permitir que sea Dios quien le realice la vida. Y el alma que va a realizarse apartada de Dios, significa que no tiene, verdaderamente, sed de Dios. Podrá ser muchas cosas -podrá ser un magnífico organizador en la Iglesia, podrá ser un excelente conferencista, podrá ser un hombre de un gran consejo espiritual-, pero si no tiene sed de Dios, no estará realizando la obra de Dios.

Ahora veámonos a nosotros mismos en nuestra organización, en nuestro trabajo, en nuestro esfuerzo, en nuestra vocación cristiana y rasquemos un poco, a ver si en nuestro corazón hay verdaderamente sed de Dios. Si la hay, podemos estar tranquilos de que estamos en el camino en el que hay que estar. Podemos estar tranquilos de que estamos en la ruta en la cual hay que ir. Podemos estar tranquilos porque tenemos en el corazón lo que hay que tener. No tendremos que tener miedo porque esa sed de Dios irá haciendo que la luz y la verdad de Dios se conviertan en nuestra guía hasta el Monte del Señor. Es un camino que requiere estar dispuestos, en todo momento, a querer entender lo que Dios nos pide. Estar dispuestos, en todo momento, a no apartar jamás de nuestro corazón a Jesucristo y mantener siempre viva en nuestro corazón la fe del Dios que da la vida.

Tener conciencia de nuestra debilidad


¿Por qué en el espíritu a veces nos sentimos tan fuertes, cuando realmente somos tan débiles? 

Creo que muchas veces nuestro problema de conversión del corazón, que nos lleva a una falta de identidad, no es otro sino esa especie como de ligereza, de superficialidad con la que, al ver las situaciones que estamos viviendo, pensamos que al fin y al cabo no pasa nada. Sin embargo, puediera ser que, cuando quisiéramos arreglar las cosas, ya no haya posibilidades de hacerlo.

Cuántas veces vivimos con una superficialidad que nos impide entrar en nuestro interior y darnos cuenta de la gravedad de algunos comportamientos, de algunas actitudes que estamos tomando, o darnos cuenta de la seriedad de algunos movimientos interiores que estamos consintiendo; con lo que nosotros estamos aceptando una forma de vida que puede llegar a apartarnos realmente de Dios, que pueden llegar a endurecer nuestro corazón e impedir que el corazón se convierta y llegue a darse a Dios nuestro Señor. 

Cuántas veces este problema sucede en las almas, y cómo, cuando nosotros lo captamos, podríamos decir simplemente: “total es sin importancia, no pasa nada”. Sin embargo, es como si el soldado que estuviese vigilando en su puesto de guardia oyese un ruido y dijese: “no es nada.” Pero, ¿qué pasaría si detrás de ese ruido estuviese alguien?

Ahora bien, para vigilar, no basta no ser indiferentes. Para vigilar auténticamente, es muy importante que nos demos cuenta tanto de la profundidad como de la debilidad del alma. Tenemos que darnos cuenta de que no tenemos garantizada la vida. ¿Quién de nosotros puede poner una mano en el fuego por la propia seguridad, o por la propia salvación? San Pablo dice: “Quién está de pie, tenga cuidado, no sea que caiga”.

Tenemos que ser conscientes de que solamente un alma que se sabe herida, es un alma capaz verdaderamente de vigilar, porque entonces va a tener una especie como de instinto interior que le va a ir llevando a no dejar pasar las cosas sin revisarlas antes. Es como cuando estamos enfermos y no podemos tomar algún tipo de comida, antes de comer algo nos fijamos qué ingredientes tiene esa comida, no vaya a hacer que nos haga daño. ¿Por qué en el espíritu a veces nos sentimos tan fuertes, cuando realmente somos tan débiles?

Sin embargo, esa debilidad no nos debe llevar a una actitud de temor ante la vida, a una angustia interior insoportable. Porque si nos damos cuenta de que lo único que puede sostener nuestra vida, lo único que puede hacernos profundizar realmente en nuestra existencia no es otra cosa sino el amor de Dios, el anhelo de Dios, el deseo de Dios, eso mismo nos llevaría a una auténtica conversión del corazón, a un grandísimo amor a Él.

¿Hay en mi alma ese anhelo de Dios nuestro Señor? ¿Hay en mi alma ese ardiente fuego por amar a Dios, por hacer que Dios realmente sea lo primero en mi vida? Éste es el camino de conversión, es la forma de ver el camino de la salvación. No nos quedemos simplemente en los comportamientos externos. 

La Cuaresma, más que un comportamiento externo, tiene que ser un llegar al fondo de nosotros mismos; la mortificación corporal debe dar frutos espirituales.

Vamos a pedirle a Jesucristo en la Eucaristía, que así como Él se nos da en ese don, nos conceda poseer una gran profundidad en nuestra vida para poder tener conciencia de nuestra debilidad, y, sobre todo, nos conceda un gran anhelo de vivir a su lado, porque si algún día en ese camino de conversión del corazón, por ligereza o por superficialidad, caemos, si tenemos el anhelo de amar a Dios, tenemos la certeza de que tarde o temprano, de una forma u otra, acabaremos amando.